
Mirar el mundo desde las alturas es un deseo que atraviesa culturas y épocas — un impulso casi instintivo de buscar nuevos horizontes, ganar perspectiva y sentirse, por un momento, fuera del tiempo cotidiano. Las torres de observación materializan este deseo: erigidas en bosques, montañas, parques urbanos o paisajes costeros, invitan a la pausa, a la mirada atenta, al descubrimiento silencioso o lúdico del entorno. Son estructuras que ofrecen más que vistas; ofrecen experiencias. Al subir sus escalones o rampas, el cuerpo participa de un ritual de transición — del suelo al cielo.